Hay obras que no buscan ser vistas, sino vividas. Fillke Pewma, del Colectivo Epew, es una de esas. Dirigida por Roberto Cayuqueo Martínez y protagonizada por Luis “Tato” Dubó y Rallen Montenegro, la obra convierte al Teatro del Puente en una distopía donde los cuerpos se mueven entre la historia y el presente, y donde el espectador no puede quedarse en la comodidad de la butaca.
El 12 de junio, en ese pequeño teatro suspendido sobre el Mapocho, el tiempo empezó a doblarse antes de que alguien dijera una sola palabra. Dubó ya estaba de pie, quieto y serio como una estatua que observa. Montenegro, sin que nadie se lo esperara, escupía un líquido sobre él. No había comenzado la obra, pero la obra ya estaba ocurriendo.
Ambientada en un Santiago del año 2095, “Fillke Pewma” imagina un país arrasado, sin teatros, donde sobrevive una única emisora rebelde: la Radio del Puente. Desde ahí, Damián Diaguita y una joven mapuche intentan enviar un pewma —un sueño— a la madre de ella. Lo que podría ser una simple ficción futurista se transforma en una experiencia inmersiva que borra las líneas entre lo escénico y lo real.
El gesto más radical de Fillke Pewma es su invitación a moverse. Literalmente. Antes de empezar la obra, todos los espectadores recibimos un “kit de supervivencia”, el cual tenía unos audífonos inalámbricos, un paraguas y una carta a color que divide a los espectadores en grupos. Afuera del teatro, guiados por performers, cada grupo camina por los alrededores de Baquedano mientras una voz te conduce con los audífonos y te narra al oído las historia del río, del puente y del teatro.
En una parte del recorrido, antes de llegar al puente Pío Nono, se escucha música mapuche y la historia del río. Ni bien llegamos a la mitad del puente, se nos indica escanear un código QR, lo que nos deja observar, por la cámara del celular, una imagen fantasma de la antigua estructura del puente.
Lo que impacta de Fillke Pewma no es su escenografía, ni su interacción tecnológica. Es su capacidad de hacernos parte de la obra. En un momento, el guía se detiene, confuso, y nos deja solos en medio del recorrido, la sensación de abandono es real. Como espectadores, no estamos seguros de nada, sin embargo, confiamos. Quizás porque sabemos, en el fondo, que eso también es parte de la obra.
La vuelta al teatro no es un cierre, sino una forma de inicio e invitación. Rallen Montenegro y Luis Dubó abren las ventanas y dejan entrar el sonido del río. No se dice nada más. El silencio hace el resto, ya que al final uno se siente parte del río.
Al final, en un cóctel sencillo de bolitas de garbanzo, sopaipillas, mermeladas y pebre, la obra se vuelve un espacio familiar donde todos comparten opiniones y las experiencias individuales de haber sido separados.
Al volver por las mismas calles del recorrido, algo se sentía distinto. No por el paisaje, sino la forma en que lo miraba. El puente, el río, la ciudad estaban donde siempre, sin embargo, ya no eran los mismos.
