Hay obras que te dejan con la sensación de haber estado en una conversación que no querías tener, pero que necesitabas escuchar. “Club de Funas” es una de esas. Cristian Rojas Huesa construyó un territorio teatral donde las certezas se vuelven arena movediza y donde el espectador no puede refugiarse en la comodidad de los buenos y los malos.
La Sala Tessier se convirtió esa noche en un laboratorio de incomodidades. Dos hermanas mellizas —interpretadas por Catalina Santis y Catalina Sepúlveda— ocupan un espacio mínimo que se siente enorme por la densidad de lo que cargan. Una de ellas fue abusada por un profesor de teatro; la otra quiere crear un montaje para exponerlo públicamente. Así nace el “Club de Funas”, una venganza que se disfraza de justicia o una justicia que se contamina de venganza.
Lo que más impacta de la propuesta de Rojas Huesa es su negativa a pontificar. En tiempos donde todo se polariza, donde cada tema social exige que elijas un bando, esta obra se planta en el centro del huracán y dice: “miremos esto sin prisa”. No hay héroes ni villanos claros, solo personas navegando en aguas turbias con brújulas rotas.
Las actrices construyen un vínculo fraternal que se siente verdadero, con esas tensiones que solo existen entre hermanos: amor incondicional mezclado con reproches silenciosos. Santis y Sepúlveda manejan los silencios como si fueran diálogos, especialmente en esos momentos donde el dolor se vuelve demasiado grande para las palabras. Sus cuerpos hablan cuando las voces se quiebran.
La escenografía de Alejandra Becerra entiende que menos es más. El minimalismo no es aquí una pose estética, sino una decisión dramatúrgica: cuando el conflicto es tan denso, el espacio debe respirar. La iluminación y la música funcionan como cómplices silenciosos, subrayando, sin gritar, acompañando sin invadir.
El texto tiene esa cualidad rara de sonar contemporáneo sin caer en el artificio de lo “actual”. Rojas Huesa escribió diálogos que podrían escucharse en cualquier living de Santiago, pero que cargan con el peso de preguntas universales. ¿Dónde termina la justicia y empieza la venganza? ¿Quién tiene derecho a juzgar? ¿Las redes sociales son tribunales o circos?
Durante sesenta minutos, “Club de Funas” te obliga a mirar de frente un fenómeno que todos conocemos, pero pocos queremos examinar. Las funas como síntoma de una sociedad que perdió la fe en sus instituciones, pero que también puede convertirse en una nueva forma de linchamiento. La obra no te da respuestas porque entiende que las preguntas correctas son más valiosas que las respuestas fáciles.
Al salir del teatro, la sensación es la de haber presenciado algo necesario. No porque sea cómodo, sino precisamente porque no lo es. En una época donde el teatro muchas veces se refugia en la nostalgia o en la evasión, propuestas como esta recuerdan que el arte puede ser un bisturí que corta para sanar.
Digresivo Teatro logró con esta puesta algo que no es menor: hacer teatro político sin panfleto, teatro social sin sermón. “Club de Funas” es una obra que confía en la inteligencia de su público y que entiende que el mejor teatro no es el que confirma lo que ya sabemos, sino el que nos hace dudar de lo que creíamos saber.