Este libro llegó a mis manos hace algunos días. No conozco personalmente al autor y ahondar en las páginas, de buenas a primeras, me resultó un tanto lejano: un «otro». Partir haciendo esta confesión es relevante porque tiene que ver con el mismo texto. Sin saberlo, estaba siendo parte de la novela. Estaba atravesando el umbral del viaje y este comienzo fue parte trascendental de la revelación final.
En su primera incursión en la narrativa, el escritor y cineasta chileno Ignacio Dávila nos entrega «Ahora que vamos deprisa», una potente novela que transita entre la autoficción y la crónica para explorar temas profundos como la migración, la pérdida, la identidad y la memoria. A través de la voz del protagonista Álvaro, Dávila consigue veloz, como un tornado, succcionarnos y desplazarnos a gran velocidad en una itinerancia de viajes, relaciones y reflexiones que se desplazan a través del tiempo sin previo aviso, desafiando las convenciones de la novela tradicional.
Uno de los grandes aciertos de esta obra es su capacidad para abordar experiencias límite como la violencia ginecológica y la pérdida de su hija, con una cruda honestidad y una prosa lírica que logra capturar la complejidad emocional de estas vivencias que no queremos mirar de frente y que, de sólo mencionarlas nos hacen «tocar madera». Los que hemos decidido optar por la parentalidad sabemos que la pérdida de un hijo/a/e es la peor de las preocupaciones diurnas y la más terrible de las pesadillas.
En este sentido, la novela se inscribe en una tradición de obras que han buscado dar voz a dolores profundos, como «Lo que no tiene nombre» de la colombiana Piedad Bonnett o «Paula» de Isabel Allende, donde la literatura se convierte en un vehículo para explorar los límites del lenguaje y la representación.
Pero «Ahora que vamos deprisa» no sólo se enfoca en el dolor, sino que también explora las complejidades de la identidad migrante y la búsqueda de pertenencia en un mundo cada vez más globalizado. Al igual que en obras como «El jardín de al lado» de José Donoso (aunque Álvaro está lejos de las flaquezas y antipatías de Julio Méndez, el protagonista de Donoso, que está lleno de contradicciones y debilidades) o «La maravillosa vida breve de Óscar Wao» de Junot Díaz, la novela de Dávila nos recuerda que la migración es un proceso en constante movimiento, donde las identidades se reconfiguran y deben moldearse continuamente.
De esta forma, (y aquí vuelvo al principio de esta reseña) Álvaro en algunos momentos de la obra es un otro, no sólo para mi como lectora, sino también para algunos de los personajes que lo acopañan en esta travesía, como Claudia, una novia que insiste en que es Chileno cuando el protagonista se reconoce como un «híbrido».
«Qué guay, me lo puedes traducir todo, respondió la valenciana y Claudia intervino con gesto tajante: no hay nada que traducir, es el mismo idioma. ¿Pero tú eres chileno o español?, quiso saber Blanca y Claudia dijo que chileno y yo que las dos cosas. Un hibrido.«
Cita del libro.
Sin embargo, el lenguaje de Álvaro, cuando vuelve a sus recuerdos de infancia, lo trae a un código común y propio, a un Santiago gris dictatorial que podemos reconocer en nuestros recuerdos cuando, quienes participamos de ese fragmento de historia (de un lado o de otro) miramos hacia atrás, como en cualquiera de los saltos temporales de su novela. Álvaro se transforma a ratos en un hermano, un primo, un amigo que dejamos de ver hace tiempo, pero con quier compartimos «tantos recuerdos».
Otra de las fortalezas de este libro es su capacidad para entrelazar distintas influencias literarias y cinematográficas, traficando nombres de referentes latinoamericanos como Patricio Guzmán, Raúl Ruíz y Glauber Rocha hasta cineastas europeos como Chris Marker. Esta intertextualidad enriquece la obra y la sitúa en un diálogo constante con otras expresiones artísticas, mientras que al mismo tiempo reflexiona sobre la censura y la autocensura durante los regímenes dictatoriales.
En definitiva, «Ahora que vamos deprisa» es una novela valiente y necesaria que no tiene miedo de enfrentar temas que son tabú de puro difíciles y dolorosos que son de hablar. Su exploración de la migración, la pérdida y la identidad la convierten en una obra imprescindible para comprender las complejidades de la experiencia humana en un mundo cada vez más interconectado pero también más fragmentado y con una seria crisis de relevancia.
A propósito del libro y de la importancia de las escrituras autobiográficaas o de autoficción que igualmente están tan amarradas a nuestra memoria colectiva, quise hacerle algunas a preguntas a ignacio para ahondar en sus procesos.
Aprovecho la instancia para agradecerle a Elisa Montesinos por interceder entre nosotros para llegar a encontrarnos y por su maravillosa gestión para hacerme llegar prontamente el libro.
Las preguntas fueron enviadas por escrito a propósito, a pesar de las herramientas disponibles como el Facebook Live o Instagram ya que la pluma de un autor me parece relevante a la hora de responder y tengo la certeza ded que de respuestas livianas e improvisadas está sobrepoblada la web. Por esto te invito a leer esta breve entrevista ya que las respuestas son un lujo para quien quiera aprender también a escribir desde la propia historia.
En la novela, se aborda la experiencia del exilio económico de una familia chilena en la década de 1980. ¿Cómo crees que la dictadura chilena impactó en los procesos migratorios de esa época y en la formación de la identidad de los niños que crecieron en el extranjero?
Diría que la dictadura afectó profundamente a todos los niños de origen chileno que tuvieron que crecer en el extranjero en esos años. Como es evidente, el trauma del desarraigo fue más fuerte entre aquellas personas que pasaron su infancia lejos de Chile por razones políticas; sin embargo, en mi caso particular, ese desarraigo también existió. No solo fue muy profundo, sino que arrastro sus consecuencias hasta hoy. Cuando era pequeño escuchaba hablar a mis padres de un país del que yo no recordaba nada, en cambio, la identidad que iba construyendo en el colegio y en la calle era la de mi país de acogida. Mi recuerdo más antiguo es, precisamente, el avión en el que salimos de Chile, lo que me parece bastante significativo. Quise abordar esas cuestiones en mi novela Ahora que vamos deprisa. La experiencia de tránsito permanente por la que pasa el protagonista, que parecería no hallar nunca su lugar, tiene como origen ese proceso de la infancia.
La narración hace referencia a episodios traumáticos, como el silencio impuesto por la madre al pasar frente a la casa de Pinochet. ¿Cómo crees que este tipo de silencios y omisiones contribuyeron a la transmisión generacional del trauma de la dictadura?
Quien más, quien menos todos tenemos alguna historia de silencios asociada a la dictadura. Creo que buena parte de la literatura y del cine que ha producido la generación de los hijos de la dictadura, tanto en Chile como en otros países de América Latina, busca rasgar esa mordaza que algunos nos han querido imponer por la fuerza y que otros se han colocado a sí mismos por miedo, dolor o, incluso, vergüenza. Ese intento por rasgar y desvelar que realizan las artes es un ejercicio de memoria indispensable porque permite elaborar creativamente lo que ha permanecido reprimido durante mucho tiempo. No hay peor remedio que el silencio.
En la novela, se sugiere que el lenguaje a veces fracasa en nombrar y enfrentar ciertas experiencias límite. ¿Podrías profundizar en cómo la literatura puede abordar y dar voz a esas experiencias relacionadas con la violencia ginecológica o la violencia de Estado?
Hay un gran debate académico sobre si el trauma es representable o si pertenece a la esfera de lo inenarrable, de lo indecible. ¿Se puede representar la tortura o el Holocausto? No pretendo ahondar aquí sobre esa cuestión, sobre la que mucho ya se ha escrito, pero sí puedo hablarte de mi experiencia como padre y como escritor. Creo que el lenguaje no es capaz de transmitir el dolor que significa perder un hijo, porque ese dolor va más allá de cualquier concepto y porque su transmisión íntegra resulta imposible. Cualquier palabra que se utilice para expresar ese dolor siempre reducirá la complejidad y profundidad de esa pérdida. Sin embargo, como padre sentí que tenía el deber de hablar de esa experiencia en esta novela, porque es la única forma que conozco de evitar que caiga en el olvido. Así que las palabras, por imperfectas e imprecisas que sean, continúan siendo herramientas necesarias. Una de las cosas más maravillosas que tiene la literatura es permitirnos luchar contra el olvido. También nos ayuda a poner el dedo en la llaga cuando es necesario. Es más, creo que la literatura contemporánea debería atreverse a hablar más de traumas muy actuales, como la violencia que enfrentan miles de mujeres en Chile, en Brasil, y en tantos otros países, al entrar en una sala de parto.
El personaje principal se enfrenta a la pérdida de su hija, una experiencia descrita como brutal. ¿Cómo se relaciona esta pérdida con la idea del oxímoron y la debilidad de las palabras para expresar ciertos dolores?
El concepto de oxímoron se relaciona fundamentalmente con la experiencia de perder a una hija durante el parto, pues el momento del nacimiento coincide brutalmente con el de la muerte. Ese oxímoron es tan violento que amenaza con destrozar todo el mundo del protagonista, pero él, para no dejarse arrastrar por ese vacío, mira hacia atrás y se aferra a su memoria como a una tabla de salvación. En el fondo, diría que el lenguaje fracasa ante el horror absoluto o ante la muerte, pero a la vez tiene la capacidad de permitirnos elaborar relatos que pueden hacernos salir adelante. No hay nada más difícil que enfrentar la vida sin una narrativa. Quizás por eso se escribe tanto al pasar por experiencias límite.
En la entrevista, mencionas el racismo estructural en Brasil y la necesidad de que los escritores blancos aborden esta cuestión. ¿Cómo se podría vincular este tema con los procesos migratorios y la identidad mutante del inmigrante que se plantean en la novela?
La migración, el racismo y la xenofobia muchas veces van de la mano y están asociados con la exclusión. En Chile, por desgracia, se ve eso todos los días, al igual que en España y en Francia, por mencionar otros países que conozco bien. Pasar por la experiencia de la migración te acerca a otras minorías y, si tienes un mínimo de sensibilidad, debería hacerte más solidario. En la novela hay diferentes episodios donde el protagonista tiene que enfrentar los prejuicios de otras personas, incluyendo el nacionalismo y la xenofobia. En varias ocasiones alguien pareciera querer imponerle una identidad o, incluso, un acento. Se trata de momentos muy duros, sobre todo cuando esa actitud procede de personas que él quiere. Sin embargo, el personaje nunca llega a sufrir algo que pueda compararse, ni remotamente, con el racismo que enfrentan, día a día, millones de brasileños en su propio país. Terminar con el racismo es la misión más importante que tiene, en la actualidad, el país en el que vivo. Es algo muy difícil y llevará mucho tiempo. Para conseguirlo, nadie puede permanecer pasivo, todos estamos llamados a jugar un papel, principal o secundario, no importa. Eso incluye a los escritores.
La novela incorpora referencias a diversos autores y cineastas latinoamericanos. ¿Cómo se relacionan estas influencias con la representación de la censura y la autocensura durante regímenes dictatoriales?
En Ahora que vamos deprisa hay todo tipo de referencias a libros, películas, pinturas, obras musicales e incluso arquitectónicas, algunas son explícitas y otras son pequeños guiños que esperan a que algún lector quiera descubrirlos. El ejercicio intertextual me parece inspirador. Algunos de los artistas que cito, como Patricio Guzmán, Pino Solanas y Glauber Rocha, pasaron por el exilio; otros, tuvieron experiencias relacionadas con los tránsitos entre América y Europa, como Chris Marker o Blaise Cendrars. No sé si la censura o la autocensura es un tema central para el protagonista de la novela, pero sí fue algo que enfrentaron muchos de los escritores y cineastas a los que aludo. Para quien llegó a la vida adulta en democracia, la censura parece algo del pasado; sin embargo, mucho me temo que, con el auge de la extrema derecha en varios lugares del mundo, estemos viendo peligrar la libertad de expresión y otras conquistas que creíamos bien asentadas.
En otras entrevistas, mencionas que tener hijos es una manera de desafiar al futuro y apostar por la vida. ¿Cómo se refleja esta idea en la novela y cómo se contrasta con la violencia y la depredación que amenazan el futuro?
Cuando escribí esa frase, mi esposa y yo acabábamos de perder un bebé, además estábamos atravesando lo peor de la pandemia, los fallecidos se contaban, día a día, por centenas y el expresidente de Brasil hacía bromas macabras sobre los enfermos. Parecía que era el triunfo de la muerte y, sin embargo, todas las mañanas, mi hija de tres años se disfrazaba de Wonder Woman y jugaba en la terraza a combatir contra el coronavirus. En muchos sentidos, fue una auténtica mujer maravilla porque impidió que todo se nos viniera abajo. Hablo de ese episodio en la novela, pues creo que sintetiza bien la esperanza en el mundo que trae consigo un hijo. También diría que la paternidad y la maternidad es lo que lleva a los personajes principales a desear un futuro.
Has señalado en entrevistas anteriores que esta novela se trata de una autoficción como una manera de reelaboración creativa de la propia experiencia. ¿Cómo se manifiesta esta técnica en la novela y cómo contribuyó en tu caso a explorar temas como la identidad, la memoria y el dolor?
Mi experiencia de vida es la materia prima a partir de la cual fui escribiendo un relato, así que Ahora que vamos deprisa es una autoficción. Hay varias páginas en las que me obligué a ajustarme lo máximo posible a mis recuerdos, en otros capítulos mi memoria solo sirvió como inspiración y me permití un alto grado de reelaboración. Utilicé la primera persona, para facilitar la identificación entre el escritor, el narrador y el protagonista; sin embargo, también escogí, como una especie de contrapeso, que el personaje no tuviese mi nombre, precisamente porque con ello me sentía más libre a la hora de escribir sobre el pasado. No usar mi nombre me ayudó a mantener más distancia. En todo caso, lo que este libro les propone a los lectores es un pacto ambiguo en el que ficción y realidad se entrecruzan y se nutren mutuamente.
Si no lo has leído ya, te anuncio que este es un nuevo acierto de Editorial Cuarto Propio y es allí donde lo encuentras.