Cachureando en internet, buscando información sobre Stella Díaz Varín para escribir una reseña suya y dejar algunos poemas de muestra, me encontré con esta joya escrita por la poetaza Elvira Hernández. Un verdadero hayazgo ya que, no me cabe duda, sus palabras son más valiosas que las mías y su descripción (exquisita en el más ámplio sentido de esa palabra) retrata a una Stella de la que no supe más que por relatos nostálgicos de amigos que tuvieron la fortuna (y a veces el infortunio) de conocerla en sus momentos más luminosos y también más oscuros.
Así que basta de cháchara y vamos al grano, no sin antes decir que esta maravila fue publicada en la Revista Cuaderno N°76, que apareció en octubre de 2017: una maravillosa publicación estacional que realiza la Fundación Pablo Neruda.
Stella Díaz Varín
Por Elvira Hernández
Intensa de sentimientos, apasionada de ideas, rotunda y magnética en las acciones, iba con paso de bailarina a sus performances.
Sin concederse nada en sus exploraciones del mundo del que se sentía parte, ni en las búsquedas de sí misma, donde la palabra musa tuvo siempre mínimo peso frente a la imagen de mujer desasosegada que había encontrado la palabra y había hecho pacto con ella.
Se descubrió habitante de un género humano que la negaba y no hizo ni la señal de la cruz ni la genuflexión proclamando entonces su estirpe matrilineal. Buscó aproximarse al amor como única vía de posibilidades humanas aun cuando la palabra amor ya era risible y se avanzaba a prisa hasta los tiempos del desamor donde los versos de Tristán e Isolda hacían agua.
Se descubrió hija de un país estrecho y mezquino no sólo en su geografía sino también de entendederas, de corazón, y de un modo de vivir que le legaba y del que por añadidura, la hacía prisionera. Se rebeló frente a tantas arraigadas injusticias y contra altares construidos para el sufrimiento; batalló en lo que estuvo a su alcance en pos de hacer de su tierra un lugar para enorgullecerse.
Vivió la ilusión mayoritaria de los cambios sociales y la pesadilla posterior del golpe militar con la consecuente dictadura de la sociedad más retrógrada, aquélla que subrayaba con precisión que había que perder toda esperanza. Sostuvo esa derrota con dignidad. Su actitud poética transitaba incontenible desde la desazón a la iracundia. Utopista convencida, nunca llegó a encontrarse con el optimismo de la nueva ola hedonista que llegaba, quizá porque presintió antes que muchos que se comenzaba a vivir «el tiempo del asco».
No era fácil ubicar la postura que adoptaban sus versos por la resistencia que estos le oponían a las corrientes poéticas dominantes y que hacían escuela. No era la suya una escritura automática perdiendo la chaveta de las palabras ni se dejaba conducir por la atinada lógica. Intuía que se vivían tiempos en que las palabras no podían proferirse con total naturalidad así que se lanzó a la tarea de arrancar de cuajo la imagen que se tenía de las cosas, a triturar la familiaridad.
En su poesía se fusionaba la sombra autorreferente como lo observó Lihn y también el fulgor de un retenido timbre lírico como arbitraria forma que evitara el deslizamiento adocenado del lenguaje. Subsistía en la poética del canto, no como ornamentación sino como tentativa de otro entendimiento poético, una manera de experimentar la libertad como poeta que como mujer frente a la realidad, carecía.
Iba quedando de esa manera fuera de lugar, no atendida y entendida, y por esa dificultad, la crítica tomó el camino cono de omitirla. Nada la hizo perder el humor que derrochaba. Era incisiva con la palabra en todo ámbito. Así como muchos poetas escriben sus Diarios literarios, ella vertía sus opiniones en los espacios de conversación a los que se consagraba, o de viva voz y si fuere el caso, con reconocible mutismo, ante quienes no querían escucharla.
Cuando los lentes fotográficos comenzaron a buscarla ELLA ya había dado consigo misma y en soledad resistía:
Para existir después de tanta primavera,
ella debió tener un silencio estatuario
en su única arruga frontal.